02 abril 2006

España se queda calva (2)

Sería por el mes de enero cuando al salir a trabajar encontré por primera vez la tapa de la alcantarilla contigua a nuestro edificio dañada. Al principio no debí prestarle demasiada atención, aunque en ese momento recuerdo que pensé que de haberme dirigido hacia la calle Atocha quizás hubiera acabado en el interior de la red de saneamiento urbana. Los ingenieros municipales debieron debatir durante tres semanas las alternativas que la ciencia ponía al alcance de los viandantes despistados sin llegar al consenso que necesitaban para poder tomar una decisión.

Durante ese tiempo de incertidumbre peatonal los vecinos de Lavapiés aportamos diversas soluciones espontáneas hasta que finalmente triunfó el criterio de los “rellenistas”. Los impulsores de esta corriente atrajeron a multitud de adeptos gracias a su simpleza teórica; en esencia sostenían que el riesgo de precipitarse desaparecería en el momento en el que consiguiéramos eliminar no el acceso sino el propio agujero. Y así, en lo que sin duda constituye uno de los ejemplos más sensatos de colaboración ciudadana la cadena se inició con el arrojo de tres tablones de madera a los que siguieron decenas de bolsas de basura, varios kilos de escombros, ropa usada y todo tipo de material con alguna propiedad bloqueadora. Yo mismo contribuí con entusiamo aportando el cubo de basura de la comunidad de vecinos del portal de al lado.

Las autoridades no tardaron en advertir el peligro que podía suponer el desarrollo de un movimiento vecinal autonomista a escasos metros de la Puerta del Sol. Por ello decidieron apoyar las tesis opuestas que defendían los “remplacistas” cuyo punto más controvertido consistía en sustituir la tapa original por otra de iguales características. Prueba de que la solución adolecía del mínimo fundamento técnico, a los pocos días volvimos encontrar el acceso a esta fosa urbana totalmente descubierto. Para sorpresa incluso mía, al llegar al cuarto reemplazo la situación parecía fuera de control.

Poco a poco comencé a prestar más atención a la dichosa alcantarilla. Al principio sólo me acordaba de ella cada vez que me aproximaba a casa. Sin embargo, pronto comencé a dormirme pensando en posibles hipótesis que pudieran explicar el extraño fenómeno. Así hasta que un buen día opté por pasar a la acción. Durante interminables noches permanecí oculto en el portal esperando el momento en el que un camión de grandes dimensiones o un vecino rencoroso volviese a actuar.

Cansado y casi a punto de abandonar lo que sabía era una extravagante misión, un jueves poco antes de las dos de la mañana creí escuchar el rumor de unos golpes que provenían del exterior. Me oculté lo más rápido que pude y desde el hueco que separa nuestra puerta del suelo comencé a observar. Justo cuando encontré un posición lo bastante cómoda advertí que el pearcing que llevo en la oreja había quedado inmovilizado en la unión de las dos baldosas que habíamos remplazado durantes las últimas obras del edificio. Mientras procuraba recuperar el control sobre mi apéndice auditivo advertí que desde mi postura era posible percibir con gran nitidez una serie de golpes metálicos que parecían seguir el ritmo de una música que no me costó identificar como Reggaeton. En ese momento lo ví por primera vez.