25 abril 2006

El progreso

Desde el comienzo de los tiempos los individuos se han visto en la necesidad de optar entre la seguridad de la tradición o el riesgo que acompaña al progreso. El miedo casi siempre se ha escondido en la prudencia y la valentía en la locura. Hemos avanzado a saltos, frenados algunas veces por el fracaso y otras por aquellos para los que cambiar significaba perder.

La historia reciente demuestra que las sociedades con capacidad para innovar son las que consiguen alcanzar mayores niveles de bienestar. A pesar de ello, el proceso mediante el que las ideas evolucionan a realidades concretas no responde a parámetros por completo controlables, factores como el azar, la permeabilidad social al cambio o el contexto creado por la acumulación previa de otras innovaciones determinan su probabilidad de éxito. De hecho, sólo un número minoritario de proyectos consiguen alterar patrones de consumo arraigados; detrás de cada proeza técnica, de cada mejora que ha llegado a convertirse en algo cotidiano, se esconden miles de grandes ideas que en algún momento llegaron a truncarse.

La yogurtera estaba llamada a provocar un salto significativo en nuestra calidad de vida, a revolucionar el modo en el que nos relacionaríamos con los productos lácteos rompiendo por fin las limitaciones logísticas que imponía el mantenimiento de la cadena de frío en el proceso de compra. Su difusión durante los ochenta despertó la conciencia de quienes anhelaban una mayor independencia alimentaria en los hogares: un poco de leche, unas cucharadas eso sí de yogur, algo de mermelada, quizás unas gotas de colorante era todo lo que se necesitaba para levantarnos con seis yogures recién hechos.

La irrepetible sensación producida por el choque de las cucharillas contra el vidrio de nuestros recipientes, la ausencia de conservantes y residuos plásticos eran factores con suficiente peso para garantizar la pervivencia de este fantástico invento. Sin embargo, las elevadas expectativas se derrumbaron de manera estrepitosa. Hoy, cuando han transcurrido varios años desde el comienzo del tercer milenio, se continúan comercializando para los incondicionales a un precio casi ridículo (unos 27 euros). Engañados por la falsa comodidad de comprarle a Danone productos aguados, hemos trasladado nuestras esperanzas de autonomía a esas horrendas palomiteras y máquinas para hacer perritos calientes. Quién sabe cuánto durarán hasta que caigan también en el olvido, el progreso tiene esas cosas.